jueves, 23 de octubre de 2014

Cajas de metal.

En todas las casas existen las típicas cajas de metal que en un principio contuvieron galletas, pero siempre que las vas a abrir con ilusión descubres que en su interior no quedan vestigios de aquellos dulces, sino hilos y alfileres.
Hoy me he puesto a pensar, y me he dado cuenta de la cantidad de años que llevo fingiendo y queriendo ser como esas cajas, que contienen cosas que no deberían.
Años pretendiendo no sentir aunque si padecer, mucho tiempo de no querer ver que quedaba alguna galleta convenciéndome de que se las habían llevado todas.
Y resulta que también he descubierto en que el fondo hay una parte oculta en la que quedan las mejores, y que están muy bien escondidas. Supongo que es algo que no hubiese sabido ver sola, y tampoco voy a decirle a quien me ha ayudado sin saberlo que existen. 
Ahora sé que tras tanta fachada aún queda algo decente en el fondo. Y me voy a limitar a dejarlas ahí, hasta que se pasen y pueda tirarlas sin remordimientos. Y no sé cuánto tiempo puede quedarles, pero años de experiencia me demuestran la cantidad de tiempo que puedo conseguir olvidar que existen.
Soy una de esas cajas de metal que alguien ha llenado de cosas que no son galletas, y en las que otro alguien me ha hecho rebuscar hasta darme cuenta de todo lo que no se ve.
Y tengo un dilema interesante. ¿Las galletas existen o me estoy convenciendo a mí misma de que pueden hacerlo?
Porque encima soy una de esas cajas horribles que se guardan en el fondo de un armario, y que tras un tiempo nadie sabe si contienen hilos, galletas pochas, o simplemente telarañas.
No lo sé ni yo, pero tengo que ser el armatoste más espantoso que se haya visto entre todo el repertorio de todas las cajas de metal de todas las abuelas del mundo.
 Aunque a la mía le guste.


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