martes, 24 de noviembre de 2015

Pereza o cobardía

Volver a escribir me resulta curioso.
No raro, más bien peculiar. Como cuando te encuentras a un viejo conocido por la calle y no sabes si hacer un leve movimiento de cabeza y seguir caminando o pararte a saludar y recordar por qué te parecía tan imbécil.
Porque es lo que pasa con los conocidos, si en algún momento no llegaron a ser amigos, o dejaron de serlo, seguro que existía un motivo.
Pero no, escribir no es como ese viejo conocido. Escribir es la sensación de volver a casa por Navidad y estar tranquilamente sentado en el sofá observando a las llamas danzar. Escribir es casa. Y llevo prácticamente el mismo tiempo sin encontrarme con ambas.
De escribir no te olvidas, simplemente lo aparcas, como una conversación pendiente, enfrentarte a tus problemas, o la vida en general.
Está ahí, sabes que siempre ha sido tu vía de escape, pero no quieres recurrir a ello.
Quizás procrastinar, quizás miedo a todo lo que pueda salir.
Ser vago o cobarde. Quién sabe la diferencia.
Quizás escribir sí que sea un poco como ese viejo conocido, pero el imbécil fueras tú, y no lo otro.
Y todos tenemos buenos amigos que nos recuerdan lo maravilloso que es liberar al pájaro azul de tu mente, que vive contigo y en ocasiones te atormenta.
Guardarse cosas no es buena idea, te van absorbiendo la vida poco a poco, como un enorme agujero negro en el cerebro que da la mano al del pecho. La intriga está bien, no digo que tengas que soltarlo todo de golpe, tiene su gracia la incertidumbre.
Hasta que te domina y manipula, entonces apesta.
Y el agujero negro va aumentando, y no sabes lo que te pasa, pero sabes que algo te pasa. Buscas excusas para no buscar el problema. Aumentas las series, las películas, el volumen de la música que suena de manera atronadora en tus cascos, duermes mucho, le das una importancia terrible a cosas que no la tienen para alejar los problemas serios que tienes en la maldita cabeza, intentas evitar pensar, alejarte de tu vida, alejas a las personas que te quieren, porque no quieres preocuparlas, o porque piensas que no te van a entender. Y tienes miedo, esa es la palabra. Miedo, un pánico atroz a decir en voz alta "creo que no estoy bien".  Y realmente no recuerdas muy bien lo que era estar bien, es como si intentases buscar el punto en el que empezaste a sentirte así, pero no acabas de verlo claro. Buscas un detonante, pero en realidad importa poco cuándo o cómo comenzó el incendio, lo que cuenta es que todo está arrasado, negro, sin vida, sin ganas.
"Suena peor de lo que es, yo creo. A quién le cuento esto, van a pensar que estoy loca, que lo digo por llamar la atención, que no sé ni lo que digo, que qué se yo."
Y un día explotas, porque tienes muchas cosas dentro y no sabes cuál dejar salir primero. Y alguien te pregunta qué es lo que te da miedo. Y lo formulas en voz alta, por primera vez en tu vida. Lo cuentas, y te percatas de que suena ridículo, intentas quitarle importancia, aparentar que es menos de lo que parece, porque jolín, hasta así dicho a mí me parece una bobada. Así que finalizas el tema diciendo "nada, tonterías mías". Sonríes y finges que es un disparate temporal y pasajero como los demás. Lo escondes en la sala de los menesteres entre otras mil fruslerías. Y te centras en el resto de cosas con las que te distraes mientras piensas en ellas, para olvidar que notas que algo no está del todo bien.
Pereza o cobardía.
Miedo.
Y ganas de estar en casa.

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